viernes, 5 de diciembre de 2008

Sorpresa ¡¡¡¡¡¡El Dr. Isaac aporta este cuento.


Invitación a Isaac.

Isaac te invito a ver el blog http://muchochos.blogspot.com en el vas a encontrar temas muy interesantes.
Shalom
@sk@r

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Respuesta

¿como cuales?
saludos, IS
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Perdón

Perdon por lo de muy interesantes.........pero no tratamos el Fut Bol...
Shalom
@sk@r
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Respuesta

No te enojes, Oscar. Sé que hay un gran esfuerzo, pero el contenido puede ser más interesante. Noticias sobre ciencia, medicina, opiniones políticas, cuentos, etc. Y, claro, futbol.
Para que no quede en crítica insana, te envío un cuento que hallé por ahí.
saludis, IS

LUNATICO

Dixcen que estoy loco, pero se equivocan los pendejos. Yo sólo me defiendo, y quiero que lo entiendan así. La gente debe conservar su dignidad, digo, pues no hay nada más importante. El que no lo crea que lea esta historia, y juzgue después, ¿no? Si me entiende, que me ayude, carajo, pues no quiero que me manden allá de nuevo. Prefiero estar aquí, aún cuando esté medio oscuro, y me saquen a pasear con menos frecuencia. No me importa que esta mesa sobre la que escribo esté chueca o carcomida; desde mi silla veo el calendario de la Trevi, que no tiene madre, aunque sea viejo. Allá no me permitían colgar nada.

Pero eso es lo de menos. Lo importante es la gente; de allá y de acá. Cuantos años no me pasé viendo a esos orates insoportables, que hasta babeaban a veces. ¿Qué chingaos tenía yo que hablar con ellos? Puras pendejadas decían, y ni modo de madreármelos cuando me molestaban; qué chiste, si ni podían defenderse.

Aquí, en cambio, somos iguales, unos más y otros menos, pero iguales. Gente mala, y otros que se defienden, como yo, que me doy a respetar.

Yo nunca estuve loco. Si maté a mis viejos fue por dignidad. Desde chico me estuvieron jodiendo. Que yo era anormal, decían, pero la neta es que los anormales eran ellos. Mi vieja, sobre todo, pues, ¿qué acaso una madre no debe querer a sus hijos?

Nací con un defecto en el oído derecho, y me daban ataques raros de vez en cuando. Como que me sacudían unas convulsiones canijas y acababa yo en el suelo. Mi mamá me amarraba cuando me pescaban en casa, y me gritaba que me estuviera quieto; y eso que el único doctor que me atendió una vez que me abría la frente al golpearme contra la estufa le dijo que tenía epilepsia, y que no podía yo pararle a la temblorina por mi santa voluntad.

Qué ojetes; me sacaron de la escuela en tecero, quesque porque no estudiaba y que no podían comprar los calmantes que exigió la maestra. Claro que reprobé segundo, pero es porque no oía bien, y como que me dejaba llevar por la imaginación. Se me ocurrían muchas, hartas cosas todo el tiempo; soñaba despierto, pues, aunque me decían que estaba yo en la luna. Lunático, loco, tienes mal de sambito, me gritaban. Pero no saben que, por ese don de pensar que me dio Diosito, era yo chingón para los cuentos; inventaba historias que a nadie más se le ocurrían, y aunque no me salían las divisiones, leía más que los pendejos de mi salón.

Ellos se la pasaban molestándome; al principio me dio un miedo gacho responderles, sobre todo por el Nico, el grandulón que los mandaba a todos. Pero el día que me pateó cuando me dio el ataque en el recreo, me le fui encima con ganas de matarlo. Me valió madres, y le atizé golpes y patadas hasta que cayó; entonces lo ahorqué con todas mis fuerzas, que yo mismo desconocía. Si no me quita el maestro de Deportes, se hubiera muerto, me cai.

Lo que más me dolió fue perder a la maestra. Me gustaba un restorán, deveras. Me la pasaba mirándole las piernas, y soñaba que me llevaba a su casa y me cuidaba mientras se las acariciaba leyéndole mis cuentos. Ella le pidió a mi vieja que me atendiera un doctor para poder seguir en la escuela, pero no quiso, y hasta me sacó jalándome de la oreja delante de todos.

Qué feo la pasé después; le tenía que ayudar a mi papá a repartir el pan, y a ella en la casa trayendo mandados, limpiando la cocina y la fregada. De noche me escapaba a veces con el Beto, el único cuate que tenía, tratando de ligarnos a las chavas del barrio. A mi me gustaba Marta, la hija del de la basura, y un día si me dio entrada detrás de las escaleras de la tiendo de Don Chon.

Ahí se chingó la cosa. Estaba yo re emocionado, tocando por primera vez sus tetas de fuera, y llegándole al cigarrito de marihuana que me pasó el Beto queque para aguantar más, dijo. Aunque nunca lo había hecho, como que todo estaba saliendo de poca, pues Marta se veía rete cachonda. Pero, chin! A punto de venirme, me entró la temblorina. Ella gritó de miedo, y yo sin poder decirle nada. Llegó gente y no sé cuantos y mandaron a llamar al viejo.

Llegó también la madrina de Marta, así que se pueden imaginar la que se armó. Si a ella la pusieron como camote, a mí me madreó el viejo como nunca; todos debieron enterarse de lo vago, inútil, y pendejo que, según él, era yo. En mi coraje alcancé a ver por última vez a Marta, a quien se llevaron casi a rastras. Después, la nada.

Esa misma noche lo hice. Usé el cuchillo de la cocina, aunque no tenía mucho filo. Me eché primero al cabrón, por la garganta. Ella se alcanzó a despertar, pero la callé de un guamazo bien dado, y la punzé por la espalda, primero, y por el pecho después de darle la vuelta. Aluego me fui a dormir con sangre y toda la cochinera.

Yo nunca negué que lo hice, pero los ojetes policías que me agarraron al día siguiente no dejaron de darme de guamazos; me dio tanto coraje que hasta me desconté a uno, el que más me jaloneaba. No sé si desde entonces les agarré más tirria a los azules, o ellos a mí. El caso es que nunca dejaron de joderme, ni en el tribunal, ni en la correccional, ni cuando me llevaron a la disque clínica para recibir tratamiento psiquiátrico prolongado, según recomendó un doctor.

La verdad es que al principio no me molestó tanto; sentí que alguien se interesaba por mí en serio después de 16 años de vida. Pero el tipo que me entrevistó no acababa de entenderme, por más que le expliqué mi necesidad de que me respetaran. Me llenaron de calmantes, pastillas y toda la cosa, como si me fuera yo a madrear a todo mundo. El día que me encabroné con un enfermero que me echó la comida como a un perro me pusieron la camisa de fuerza y me encerraron por 2 semanas en un cuarto con colchones.

Pero me la pelaron al fin, pues poco a poco les agarré la onda. Estuve más sosegado, haciéndole al ladino con los enfermeros, y los demás no se metían conmigo; me temían, por malo y peligroso, según decían. Y, como ya les dije antes, ni que me interesaran; ellos sí que estaban locos. Paseaba yo bien solo por el patio, acompañado de mis sueños.

Volví a escribir con una pluma que me volé del escritorio del psiquiatra, ya que no me permitían nada filoso. Pinches culeros, nadie se dio cuenta hasta que un día, al voltear el mugroso colchón debajo del cual guardaba yo mis cosas, un mozo halló mis cuentos y la pluma.

Cuando me llevaron a la oficina del Director, estaba él leyendo mi cuento preferido: El del astronauta que llegó a la Luna y conoció ahí a su pareja, con unas tetas ricas como las de Marta; pero llegaron los marcianos y se los llevaron a los 2. A ella a Marte, mientras que al astronauta lo encerraron en una nube, donde se quedó para siempre componiéndole versos a su chava.

“¿Tú escribiste esto?”, me preguntó. Por vez primera le contesté derecho, que sí, por el puro orgullo que sentía. Entonces él hizo como que tomaba notas, muy mamón, y después de mirarme por largo rato con cara de ayteperdono, ordenó que me permitieran escribir 1 hora diaria, bajo vigilancia, con máquina de escribir, de las de teclas.

Y así me la pasé, aunque con eso de forzar la hora y esos cabrones vigilándeme me costaba más trabajo. Lo que salía tenía que dárselo al Director, quesque porque era material muy terapéutico. Como era mi mejor distracción, pues así lo hicimos.

Me porté tan bien como pude, aguantándome, soñando que pronto me soltarían, que me respetarían por ser un escritor famoso y que tendría hartas viejas; una al menos como Marta. Y que un día me las pagarían todos.

Ocho años ahí estuve. Salí a los 24, bajo libertad condicional. Me colocaron de aprendiz en una imprenta, encuadernando los libros que me habría gustado escribir, hasta que se dieron cuenta de mi temblorina. Ay vas pa fuera, a buscar qué hacer de nuevo. Pero lo mismo me pasó al hacerle de albañil en Coyoacán. Solo, siempre solo con un coraje de la chifosca. No sabe uno pa qué lo sueltan si nomás lo ningunean.

Ni amigos, ni viejas, ni lana; pura vagancia de hambre, viendo libros inalcanzables en las vitrinas. Y así me la hubiera seguido, de no ser que ví el libro aquél, Cuentos Lunáticos, con mi astronauta en la nube en la portada, por Fernando Gálvez. Pinche Director, se chingó mis cuentos.

De lo que hice no me acuerdo muy bién; pura rabia encanijada. Lo maté a cabronazos a la salida de la clínica, pues ni arma tuve tiempo de conseguir. Ahora me dicen que me enviarán allá de nuevo, pero ora está más pelón, pues soy mayor de edad. Mientras espero sentencia, veo las rejas y el calendario de la Trevi, pensando llevármela a mi nube.




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